Rayuela no meio do boom
Próximo encontro do SUR Clube de Literatura Latino-americana trata da recepção do romance colossal de Cortázar entre seus "parças" Gabo, Fuentes e Vargas Llosa
O jogo da amarelinha (Rayuela), o célebre romance de Julio Cortázar publicado em 1963, vem sido lido há alguns meses por integrantes do SUR Clube de Literatura Latino-americana. A ideia é realizar uma série de encontros sobre a obra colossal do autor argentino entre setembro e outubro.
Enquanto isso, teremos na próxima segunda-feira, dia 8, um tira-gosto com a leitura das primeiras impressões que o livro causou nos escritores Carlos Fuentes, mexicano, e Mario Vargas Llosa, peruano, parceiros, junto com o colombiano Gabriel García Márquez, do que seria a ser chamado de BOOM da literatura latino-americana.
Se você tem interesse em conhecer mais sobre literatura latino-americana, nossos clássicos e até obras inéditas em português, os encontros do SUR são gratuitos e acontecem a cada duas segundas-feiras, das 19h30 às 21 horas, na sede da Associação Cultural José Martí da Baixada Santista, na Rua Sergipe, 15, Casa 2, no Gonzaga, em Santos.
Envie uma mensagem e saiba como participar.
Neste dia 8, vamos ler duas cartas de Carlos Fontes a Cortázar, uma de 18 de janeiro de 1964 e outra de 28 de janeiro de 1970, e os ensaios Mi amigo Cortázar, de Fuentes, e Rayuela, de Julio Cortázar. Un libro mayor, de Mario Vargas Llosa, além de uma entrevista com o argentino feita pelo peruano.
Para acompanhar as leituras, sugerimos a playlist Rayuela, com canções e temas ouvidos pelos personagens do livro ou mencionados ao longo do romance.
Um dos aspectos da obra de Cortázar sobre o qual mais temos conversado no SUR é esse chamado, um clamor, do autor argentino para a inteligência, o engajamento na obra e a capacidade intelectual do leitor, do qual o breve conto abaixo é expressivo:
Continuidad de los parques
Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.